domingo, 9 de diciembre de 2012

EL SILENCIO: UN CAMINO PARA ESCUCHAR A DIOS

Ermita "Santiaguiño do Monte" (Padrón, Galicia)

La primera vez que visité un monasterio ortodoxo fue en 1977, en Zagreb, en la desaparecida Yugoslavia. Años más tarde me ordené sacerdote en el Patriarcado de Serbia y en la actualidad, como ya sabéis, soy presbítero en la IERE (Comunión Anglicana). Pero lo que más me impresionó en ese primer contacto con la vida monástica fue el silencio que lo llenaba todo, aquietando las agitadas aguas de mi mente. Ese silencio fue el elemento que catalizó la llamada espiritual y puso a madurar mi fe.
Vivir el silencio amplía nuestra capacidad de atención contemplativa de forma casi inmediata. Defender el silencio en las sociedades industrializadas de hoy es casi una acción "contracultural". Parece como si no pudiésemos vivir sin el televisor encendido, el móvil (celular) pegado a la oreja o el MP3-Ipod y similares resonando todo el día a elevados decibelios. 
El silencio, en su quietud, limpia y serena la mente, nos predispone para la oración y nos hace más "conscientes". Nos conecta perceptivamente con todo lo que nos rodea de una forma más real y plena. En el silencio late el Corazón de Dios. 
Busca un momento del día para vivir el silencio. Procura reducir el "ruido" en tu vida. Todos podemos convertirnos en  "monjes urbanos" y aprender a vivir la inefable experiencia del silencio.
El teólogo N. Caballero ha escrito muy acertadamente: "El problemas del hombre no religioso es esencialmente un problema de ruido”
V. Frankl cree que la presencia latente de Dios en lo profundo de muchas personas ha quedado reprimida por el exceso de ruido en sus vidas. Hoy todo favorece más que nunca el riesgo de ese cristianismo sin "interioridad silenciosa" que Marcel Legaut ha llamado “la epidermis de la fe” ( M. LEGAUT: "Convertirse en discípulo". Cuadernos de la Diáspora). 
La ausencia de silencio ante Dios, la falta de escucha interior, el descuido de la atención silenciosa al Espíritu Santo, están llevando a la Iglesia a una “mediocridad espiritual” generalizada, como asegura el teólogo católico-romano K. Rahner. Y lo mismo ocurre con nuestros hermanos en la fe: No sabemos escucharles, solo estamos pendientes de nuestra voces, ni siquiera del mensaje mismo. 
En las iglesias cristianas hay sin duda mucho tesón, trabajo pastoral, servicio, himnos... pero, con frecuencia, se trabaja con una falta alarmante de “atención a lo interior”, buscando resultados a corto plazo, como si no existiera el "misterio o la gracia".
La Reforma ha devuelto la importancia central y la praxis original a la celebración litúrgica, pero no es suficiente para “sentir y gustar de las cosas internamente”, como aconsejaba Ignacio de Loyola. 
En las formas post-conciliares de la ICR también se ha intentado avanzar en ese sentido, pero cayendo, a mi juicio, en el mismo error. 
"Se canta con los labios, pero el corazón está ausente; se oye la lectura bíblica pero no se escucha la voz de Dios; se responde puntualmente al que preside, pero no se levanta el corazón para la alabanza; se recibe la comunión, pero no se produce comunicación viva con el Señor" (José A. Pagola). 
Deberíamos reflexionar todos, clero y laicos cristianos, lo que recomienda con sana y lúcida crítica Agustín de Hipona: "¿Por qué gustas tanto de hablar y tan poco de escuchar? El que enseña de verdad está dentro; en cambio, cuando tú tratas de enseñar, te sales de ti mismo y andas por fuera. Escucha primero Al que habla por dentro, y, desde dentro, habla después a los de afuera”. 
Y eso solo se consigue viviendo el silencio. En él se deja oir el Verbo. 
Este tiempo de Adviento nos invita a vivir en silencio el Nacimiento de Nuestro Señor. Como escribió nuestro obispo D. Carlos, a estar "atentos y vigilantes". 
Debemos buscar a lo largo del día nuestro espacio interior silencioso. Dejarnos envolver por él para que Él "afine" nuestra percepción para escucharle. Y oremos entonces, ungidos por el silencio y mansos de corazón. 

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